Siempre hemos vivido en el castillo: un encierro autoimpuesto

Creo que Merricat, la protagonista de esta novela de Shirley Jackson, se hubiese sentido muy cómoda dentro del tronco de un árbol, como este que se encuentra en Casa de Campo, en Madrid. Foto: Zvonimir Ilovaca Leiro

 

Esta novela de la estadounidense Shirley Jackson, publicada en 1962, tiene una ambientación oscura y unos personajes inolvidables

Tengo que decirlo de inmediato: Siempre hemos vivido en el castillo es una verdadera maravilla de principio a fin. Esta historia de Shirley Jackson me cautivó por sus claroscuros. Hay un crimen, pero no se cuenta de forma tradicional. No se ven policías ni persecuciones de sospechosos ni intrigas. Hay, en cambio, situaciones cotidianas que se convierten en extraordinarias y tenebrosas a los ojos de la protagonista, Mary Katherine Blackwood. En ella los contrastes se hacen evidentes: es capaz de amar sin condiciones, pero también de desear la muerte. Su personalidad es a ratos inquietante, a ratos adorable, siempre misteriosa y fascinante.

La novela, publicada por primera vez en 1962, está narrada en primera persona. Desde la primera página es posible ver el mundo desde la perspectiva de Mary Katherine, o Merricat, una joven de 18 años de edad que vive con su hermana mayor, Constance, su tío Julian y su gato Jonas. Constance se siente nerviosa fuera de la casa y no está cómoda con gente extraña. Por eso, Merricat es la encargada de ir al pueblo, donde compra comida y busca libros para distraerse en ese encierro autoimpuesto. La vida cotidiana sigue una rutina inquebrantable: cada día de la semana se debe hacer algo puntual. Los cambios no son bienvenidos en esa mansión de dos pisos, rodeada por un terreno amplio, con un huerto, un bosque espeso y un arroyo.

Un lugar lleno de naturaleza, que recuerde el bosque que rodea la casa de los Blackwood, es perfecto para leer esta historia. Yo escogí Casa de Campo, en Madrid. Foto: Zvonimir Ilovaca Leiro

Todo parece seguir su curso relativamente tranquilo, pero sobre esta familia y esta casa hay una sombra muy grande. Hace seis años ocurrió un crimen justo en la cocina y, aunque Merricat y Constance no hablan de eso, el mundo se encarga de recordárselo: la gente del pueblo y el propio tío Julian, que se empeña en escribir unas memorias sobre lo sucedido. De todos modos, a eso ya Merricat se había adaptado. Ya se había acostumbrado a los comentarios hirientes, a los chismes y temores de la gente. Pero lo que no podía soportar era que ocurriera una transformación en su propio santuario, su casa. Y ese cambio llega, a través de una visita inesperada que amenaza con destruir el orden establecido.

La comida cumple un rol muy importante en esta historia. Una galleta, como las que preparaba Constance, es una buena compañía para esta novela inquietante. Foto: Zvonimir Ilovaca Leiro

No quisiera contar más detalles, porque es mejor dejarse sorprender por el curso del relato. Lo que sí puedo decir es que esta es una historia difícil de olvidar. Es posible vivir ese ambiente siniestro, esa sensación de que algo va a pasar. Y si bien cada personaje tiene sus complejidades, el de Merricat es impactante. Su voz está tan bien definida que uno siempre está de su parte, la entiende y la defiende hasta cuando tiene deseos asesinos. Creo que no se puede quedar impasible ante su chispa, su humor negro, su necesidad de enterrar cosas, su deseo de vivir en La Luna, y su amor por Constance, que raya en la dependencia y el cariño enfermizo.

Justamente esa fue otra cosa que me gustó mucho de esta novela: que explora los matices de una relación femenina bien construida, en la que se plantea un debate sobre la autoridad —es difícil saber quién cuida a quién, quién manda a quién—, el amor sin condiciones y la aceptación. Y, además, se deja entrever una crítica a esa sociedad insensible e hiriente —muy típica de los pueblos pequeños, pero que ahora en este mundo interconectado parece generalizarse—, que puede convertirse de un momento a otro en una turba destructiva. Además de que aborda la construcción de los mitos y las leyendas en el imaginario colectivo. En definitiva, es uno de los mejores libros que he leído en mucho tiempo.  


El fragmento

“‘A los Blackwood siempre les ha gustado comer bien’. Esa era Mrs. Donell, que hablaba abiertamente desde algún lugar detrás de mí, y alguien soltó una risita mientras otro decía ‘chsss’. Yo nunca me volvía; ya tenía bastante con saber que estaban a mis espaldas como para encima mirar sus insípidas caras grises y sus ojos llenos de odio. Desearía que estuvierais todos muertos, pensé, y me sentí tentada de decirlo en voz alta. ‘Nunca dejes que vean que te afecta —me decía Constance y añadía—: Si les haces caso, será peor’. Y probablemente tenía razón, pero yo deseé que todos estuvieran muertos”.


Sobre la autora

Shirley Jackson nació en California, el 14 de diciembre de 1916. De acuerdo con el sitio web Shirleyjackson.org, desde pequeña mostró interés en la escritura, y cuando tenía 17 años de edad empezó a estudiar en la Universidad de Rochester. Un año después dejó los estudios y se dedicó a escribir. En 1937 entró en la Universidad de Siracusa, y allí conoció a Stanley Edgar Hyman, su futuro esposo. En 1944 el cuento “Come Dance With Me in Ireland” fue reconocido en la lista de los mejores relatos de Estados Unidos. Más tarde, en 1948, se publicó en The New Yorker su cuento más conocido, “La lotería”, que fue traducido a varios idiomas. Su novela más famosa, La maldición de Hill House, fue publicada en 1959, y tres años después salió a la luz Siempre hemos vivido en el castillo. En su producción literaria se hicieron evidentes los problemas de Jackson: sufría de ansiedad y depresión. En 1962 padeció de una crisis nerviosa y de agorafobia, que le impidió salir al exterior durante seis meses. En 1965, a los 48 años de edad, Jackson falleció como consecuencia de un ataque cardíaco durante la siesta.

 

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