Esta novela explora los conflictos que se presentan al momento de adaptarse a una nueva cultura. Foto: Ariana Guevara Gómez
Quizás sea por mi situación personal de este momento, pero últimamente estoy cada vez más interesada en los libros que hablen sobre la migración y los desafíos personales que vienen con ella. Por eso, cuando leí la sinopsis de Desoriental, la primera novela de la iraní Négar Djavadi, me dejé llevar por las ansias. La contraportada decía que se trataba de un libro sobre la familia, sobre la historia de Irán y sobre las dificultades para adaptarse a una nueva cultura. Y la verdad es que no me decepcionó en lo absoluto.
La protagonista es Kimiâ —que más tarde cambia su grafía a Kimia—, una iraní residenciada en Francia, que sigue un procedimiento de inseminación artificial. Mientras está en la sala de espera de la clínica, empieza a recordar su pasado: la historia de su familia, que se remonta al bisabuelo Montazemolmolk, que tenía un harén con 52 esposas y un montón de hijos, y pasa por la abuela Nur, con sus ojos azulísimos y su fortaleza, por los tíos identificados con números del 1 al 6, y por sus padres, opositores acérrimos a los regímenes del sah y, más tarde, al del ayatolá Jomeini.
A medida que Kimiâ explora esos recuerdos —que durante mucho tiempo había decidido enterrar para sobrevivir en su exilio—, también cuenta retazos de la historia de Irán. Las transiciones entre estos momentos históricos y la trama en sí se realizan de forma muy sutil, nada forzada. Eso me pareció maravilloso, no solo porque enriquece el contexto de la narración, sino porque ayuda a llenar las lagunas informativas que muchos tenemos sobre este lado del mundo.
Para mí, otro de los grandes aciertos de esta obra es la caracterización de los personajes, que se muestran con el sesgo de la primera persona con la que narra la protagonista. Hay cosas que ella no sabe de primera mano, pero que averigua a través de lo que le cuentan otros o de lo que lee. Quizás por eso queda justificada la estructura un tanto caótica que tiene la novela, que entrecruza el presente con distintos momentos del pasado, que tampoco sigue un orden establecido. Hay referencias, por ejemplo, al papá, después al bisabuelo, después a la mamá, al tío, etc. No se sigue una línea temporal organizada, pero es posible reconstruir el curso de la narración sin mayores problemas. A fin de cuentas, en la vida real la memoria funciona de esa manera.
De los personajes, me gustó mucho la forma en la que muestra Kimiâ a sus papás. Su mamá, Sara, es una mujer fuerte y moderna que, de todos modos, se aferra a algunas tradiciones y guarda para sí unas cuantas frustraciones. Darius, el papá, es un hombre comprometido, dispuesto a sacrificar muchas cosas personales para luchar por un ideal y mantenerse firme en sus principios. Aunque comete muchísimos errores, el lector puede comprenderlo. El amor entre ambos es muy tierno y no llega a contaminarse con los clichés.
Sus hermanas fueron las que menos me gustaron, no por algo de sus personalidades, sino porque me pareció que no terminaron de desarrollarse. Quedan un poco relegadas en la historia y no son tan cautivadoras como otros personajes secundarios. Por ejemplo, uno de mis favoritos es el tío Número 2, con su moral llena de secretos, su amor casi enfermizo por su mamá, su responsabilidad autoimpuesta de guardar las historias familiares y contarlas en cada oportunidad. Es un hombre entrañable, muy afectuoso y lleno de matices. También me encantó Bibi, la sirvienta de la casa de la abuela Nur, que si bien solo aparece en un par de oportunidades, me hizo reír con sus ocurrencias.
Creo que lo valioso de todos estos personajes y de la forma en la que se describen es que, con ellos, se puede conocer mucho más sobre la propia protagonista. A través de su mirada hacia los demás, se descubren cosas de ella misma. Por ejemplo, su sexualidad, su lugar en el mundo, su miedo a la muerte y la pérdida, su necesidad de aparentar fortaleza en la hostilidad del exilio.
Me gustaron mucho sus reflexiones sobre la sociedad francesa, sobre las dificultades para adaptarse cuando se viene de un país con una cultura tan diferente, y sobre la lucha que representa para ella su propia historia personal. El tema central es, justamente, ese: por más que se intente escapar del pasado, no hay manera de lograrlo. Así lo dice ella misma: “Yo siento el impulso absurdo del héroe de La rosa púrpura de El Cairo de Woody Allen, que se lanza fuera del plano y se evade a un mundo de colores donde imagina que el olvido es posible. Corro sin cesar tras el presente. Pero el presente no existe. No es más que un entreacto, un respiro efímero, que en todo momento puede ser barrido, destruido, pulverizado, por los diablillos que escaparon del pasado”.
El libro está repleto de frases como esa. Es el gran conflicto de la protagonista: ¿cómo adaptarse a la nueva vida sin que eso signifique abandonar por completo lo que uno es? ¿O es que es necesario poner una barrera para evitar que la nostalgia lo hunda a uno? ¿Cómo sembrar las propias raíces en una tierra ajena sin, en su caso, desorientalizarse?