El cuento de la criada: la pérdida de las libertades

Para contrarrestar la atmósfera asfixiante de este libro, lo mejor es leer en un lugar de la ciudad que inspire libertad. Para mí, ese sitio es el Parque de El Retiro, en Madrid. Foto: Zvonimir Ilovaca Leiro

Últimamente se ha estado hablando mucho de este libro de Margaret Atwood, que muestra la historia de una mujer condenada a seguir un rol dentro de una sociedad distópica

La lectura de El cuento de la criada fue absolutamente dolorosa. Este relato de una mujer obligada a cumplir un rol en contra de su voluntad, en nombre de un bien común, me abrumó y me hizo sufrir. Cada pensamiento, cada referencia nostálgica a un pasado de libertad, era un verdadero golpe. Aún así, se trata de un libro imprescindible.

Esta historia de la canadiense Margaret Atwood se publicó por primera vez en 1985 y se enmarca dentro del subgénero de la distopía. Así como en 1984 de George Orwell, en El cuento de la criada se presenta una sociedad futura completamente alienada. En este caso, la República de Gilead —en los terrenos donde anteriormente se encontraba Estados Unidos— es gobernada por un régimen teocrático, que impone unas leyes férreas para, en teoría, favorecer la reproducción de la especie humana.

En esta república los nacimientos están mermando —las razones se descubren durante la lectura—, y el gobierno decide solucionar el asunto por la fuerza. Se establecen unas jerarquías entre las mujeres, de acuerdo con su posición social y, especialmente, su capacidad reproductiva. Así, por ejemplo, están las esposas de los comandantes, que no pueden tener hijos pero detentan una especie de poder —bastante reducido, por supuesto— dentro de la casa; las martas, que tampoco pueden procrear, y que se dedican a las labores domésticas; las criadas, las mujeres fértiles que son obligadas a tener relaciones con el comandante, de forma mecánica, con el fin de perpetuar la especie; y, finalmente, las no mujeres, condenadas a una vida miserable con una muerte temprana y segura.

La protagonista de la historia es una criada. Para llevar adelante este proyecto, el gobierno aparta a estas mujeres de su familia y su vida pasada, y les hace aprender la importancia de su posición en la sociedad. Su nombre es borrado. A partir del momento en que las asignan a una casa, son bautizadas: la protagonista, por ejemplo, se llama Defred; es decir, propiedad de Fred, el comandante.

La luz abundante y el ambiente apacible, como los del Parque de El Retiro, son perfectos para leer un libro tan duro como El cuento de la criada. Foto: Zvonimir Ilovaca Leiro

Al igual que en 1984, el lenguaje posee un rol fundamental en la instauración del régimen. Ese sistema de nombres para las criadas da cuenta del valor que tienen las mujeres en esta sociedad: son simples objetos que deben cumplir un deber. Punto. Nada de sentimientos, nada de libertades ni deseos. A eso se suman otros rituales que tienen nombres ligados a la religión y a la salvación del alma, pero que, en realidad, esconden las atrocidades más horribles. Parte del interés que despierta este libro es ir descubriendo a qué se refieren esas ceremonias.

Yo no tuve ni un momento de paz. No solo sufrí con todo lo que le pasaba a Defred, sino que no dejaba de pensar en lo que representa esta historia. En primer lugar, por supuesto, la destrucción de la individualidad y la libertad de las mujeres, algo que, si bien no se vive tal como está descrito en el libro, sí se sigue evidenciando de algún modo en la cotidianidad: el hecho de que aún se espere que las mujeres cumplan determinados roles es una muestra de eso.

Para mantener un cuerpo saludable, dispuesto para la procreación, Defred no podía tomar alcohol, entre otras cosas. Por eso, en su honor y para celebrar la libertad, lo mejor es acompañar este libro con una bebida alcohólica. En este caso, un baileys. Foto: Ariana Guevara Gómez

Pero, más allá de esta lectura, hubo otra que me impactó hondamente. La forma en la que se va instaurando este régimen es prácticamente silente. Van surgiendo poco a poco algunas señales, a las que nadie presta mucha atención hasta que ya es tarde. Quizás por indiferencia o quizás por miedo a ver la realidad. Es inevitable la comparación con la situación de algunas sociedades del mundo, que ahora están sometidas por regímenes que, en principio, apostaban por el bienestar de los individuos. Es impactante saber que esta ficción distópica realmente sí es posible.

Se trata de una obra muy dura, pero recomendable. No solo porque es necesario reflexionar sobre estos asuntos, sino porque es un libro que está muy bien escrito, que tiene unos simbolismos muy interesantes, además de personajes muy profundos y bien hechos —me conecté de forma increíble con la protagonista, y también me gustó mucho la complejidad del comandante—, una estructura que mantiene la tensión y el interés de principio a fin, y una ambientación que logra su cometido: que el lector sienta en su propia piel la opresión de un régimen que pretende ser todopoderoso.


El fragmento

“Me gustaría saber lo que piensas, dice a mi espalda.

No pienso mucho, respondo en voz baja. Lo que quiere son relaciones íntimas, pero eso es algo que yo no estoy en situación de darle.

No tiene demasiado sentido que yo piense nada, ¿verdad?, insinuó. Lo que yo piense no cuenta.

Que es la única razón por la cual me cuenta cosas.

Vamos, me anima, presionándome ligeramente los hombros. Me interesa tu opinión. Eres inteligente, debes tener una opinión.

¿Sobre qué?, pregunto.

Sobre lo que hemos hecho, contesta. Sobre cómo han salido las cosas.

Me quedo muy quieta. Intento poner la mente en blanco. Pienso en el cielo, por la noche, cuando no hay luna. No tengo opinión, afirmo.

Él suspira, afloja la presión de las manos pero las deja sobre mis hombros. Sabe lo que pienso.

No se puede freír un huevo sin romperlo, sentencia. Pensábamos que haríamos que todo fuera mejor.

¿Mejor?, repito en voz baja. ¿Cómo es posible que crea que esto es mejor?

Mejor nunca significa mejor para todos, comenta. Para algunos siempre es peor”.


Sobre la autora

Margaret Atwood, quien nació en Ottawa, Canadá, en 1939, es una escritora realmente prolífica. Hasta el momento, es autora de más de 40 libros de ficción, poesía y ensayo. Muchas de sus obras han recibido premios: por ejemplo, su décima novela, El asesino ciego, fue galardonado con el premio Booker en el año 2000; Alias Grace recibió el premio Giller de Canadá y el premio Mondello en Italia, y además fue finalista en el premio Booker. Entre otros, también se cuentan entre sus reconocimientos el Governor General’s Award y el Premio Príncipe de Asturias de las Letras. Actualmente vive en Toronto, Canadá, con el también escritor Graeme Gibson. Ambos, por cierto, son presidentes honorarios de la Rare Bird Society de la asociación BirdLife International.


El dato

La historia de El cuento de la criada fue llevada al cine en 1990. También se convirtió en ópera y ballet, y más recientemente, en una serie de televisión transmitida por HBO.

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